Reseña

Hay artistas cuyo talento no reconoce fronteras, y José Márquez es uno de ellos. Quienes lo conocimos primero como pintor, sabíamos ya de su capacidad para atrapar el asombro en una imagen. Con la mirada sensible del que ha recorrido la selva y ha escuchado el viento de las alturas, José pintó mundos que no solo se miraban: se sentían. Hoy, ese mismo impulso creador cruza el umbral del lienzo para instalarse en el papel.

Esta obra marca el inicio de una nueva etapa en su camino: la del narrador. Y no se trata de un simple giro de medio, sino de una expansión natural de su universo interior. José habitó durante los duros años de pandemia, en mi aula de redacción, y desde entonces supe que en sus palabras latía algo más que técnica. Había una voz —propia, inquieta, intuitiva— esperando el instante justo para desplegar sus alas. Ese momento ha llegado.

El libro se inaugura con dos cuentos fantásticos, cada uno un portal a la Bolivia mágica que él ha sabido reflejar desde su arte plástico. En el primero, nos adentramos en la espesura de la Amazonía, donde los chamanes dialogan con los espíritus del bosque, y la realidad se curva suavemente hacia el mito. En el segundo, nos elevamos con un cóndor andino que vuela más allá de lo simbólico: su historia es un canto a la amistad, esa forma humana de la lealtad y el afecto, incluso en los parajes más solitarios.

Así, José Márquez no abandona la pintura; simplemente cambia de pincel. Ahora dibuja con palabras, traza atmósferas con frases y perfila emociones con silencios. En sus cuentos, Bolivia no es solo un escenario: es un personaje más, vasto, profundo, lleno de misterio.

Quien se adentre en estas páginas sentirá que las imágenes cobran vida, que los relatos tienen textura, color y temperatura. No es casualidad. Es la huella de un artista que sigue creando mundos, ahora también con la tinta del lenguaje.