Reseña

Hay libros que se leen, y hay otros que se viven. Este pertenece a la segunda categoría. Desde la primera página, sentí que no estaba frente a una simple historia de ciencia o de ficción, sino ante una travesía que entrelaza lo espiritual con lo cósmico, lo humano con lo eterno.

Editarlo fue como acompañar a los personajes en un viaje que desafía el tiempo y la lógica, pero que, en el fondo, habla de algo muy nuestro: la búsqueda del origen, del propósito, del fuego que nos hizo mirar al cielo y preguntarnos quiénes somos.

Cada capítulo de esta obra vibra con un pulso poético, con una sensibilidad que transforma la ciencia en metáfora y la historia en una meditación sobre la memoria. Los avatares, los portales, las vides, los códigos cuánticos… más allá de su aparente complejidad, revelan un mensaje profundamente humano: la conexión entre todo lo que ha sido y lo que aún seremos.

Como editora, mi tarea fue cuidar el ritmo, pulir las palabras y, sobre todo, no interrumpir la voz que se encuentra detrás de cada frase. Esa voz no pertenece solo al autor, sino también a la humanidad que imagina, sueña, teme y recuerda.

Leer este libro fue, en muchos sentidos, mirar al espejo del tiempo: ver cómo la historia y la fe, la ciencia y la emoción, pueden fundirse en un solo vino, en una sola esencia que nos invita a beber del misterio.

Quisiera que quien lo lea no busque respuestas inmediatas, sino sensaciones. Que permita que las palabras lo envuelvan, que la belleza de las imágenes lo inquiete y que el eco de los personajes lo acompañe mucho después de cerrar la última página.

Porque esta no es solo una historia sobre viajes temporales, sino sobre la permanencia del alma.
Y sobre cómo, a veces, las verdades más grandes se ocultan en una gota de vino… o en una línea escrita bajo la luz del tiempo.